Érase un hombre normal, normalito. Que vivía una vida normal, normalita. Todos sus días pasaban normales, normalitos. Cada noche la dormía normal, normalito.
Nunca tuvo transgresiones a su rutina, normal. Normalito. No había grandísimas fluctuaciones en su estado emocional. A veces estaba un poco triste, a veces estaba alegre. Normal, normalito.
Cuando murió se fue al cielo; normal, normalito. Y lo enterraron en una tumba igual a la de sus vecinos eternos muertos, tumbas normales, normalitas.
Nunca se quejó de nada porque las cosas que estaban mal, eran normales, normalitas. Y la verdad es que siempre sintió todo bien, normal. Normalito.
No hay más historia qué contar porque las vidas así, normalitas, caben en las letras que se escriben en una servilleta normal (y sobra espacio para limpiarse las comisuras de los labios del chile que uno se come en el almuerzo). A veces caben en mí, en ti; pequeñas hojas de papel. A veces también caben en un Ulises.
Vidas normales, normalitas. Como ésta.
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