La campana. Es otra mañana más. Me revuelco debajo de las sábanas sin calor sobre el colchón viejo. Los resortes rechinan levemente. Miro el techo derroído. Todo es como ayer. Los demás colchones también comienzan a rechinar. Tacones en el pasillo. Es mejor levantarse. Las demás piensan lo mismo. Todas nos sentamos en la cama sin emoción alguna y comenzamos a ponernos de pie. Todas al tiempo y compás. Los ruidos son mínimos, como siempre. La mayoría comienza a arreglar sus camas. Hoy no tengo ganas, pensé. Los tacones sobre el piso se acercan a la puerta y la abren. Salimos. Del cuarto a la regadera, de la regadera al cuarto. De la pijama al uniforme, el cual siempre me calza a la perfección para no mostrarme, para fingir que soy como el resto. El color que me hace mezclarme en una ola que ahogó varias personas y que no va a dejar salir. Nunca, jamás.
Podemos fingir que pensamos igual, que hacemos lo mismo, que tenemos los mismos deseos que jamás vamos a lograr, que ella es yo y que yo soy todas. Así pasamos los días y durante las noches mientras nos soltamos los cabellos y nos disponemos a dormir, podemos recordar que nuestros ojos y nuestros dedos, nuestros anhelos y nuestras ambiciones son totalmente diferentes y que lo único que nos une es el afán por alcanzar lo imposible. Recordar que nuestros ojos brillan en la oscuridad como un par de estrellas en el cielo nocturno, y que lo demás es una cara, una máscara.
Bises.
Moi.