viernes, 30 de diciembre de 2011

Auburn bird

El lugar estaba completamente lleno. La gente se esforzaba por ver. Algunos se levantaban sobre algunas de las sillas viejas y baratas que se repartían por el piso antes de que los primeros en llegar las acapararan. 


Una pared del salón se cubría con el escenario. La mitad del escenario se cubría con una ancha cortina vieja, con algunas manchas y quemaduras aquí y allá, hecha de terciopelo escarlata por las dos caras. Al centro del escenario, se extendía una pista larga y no más alta de un metro hacia el centro del teatro, de la misma altura que el escenario, cuyo piso daba a conocer la edad del edificio.


Había huecos en todos lados. Del techo pendían trozos de aislante y lámparas quemadas. De las paredes, jirones de papel tapiz y pintura vieja, y restos de colgantes brillantes. El piso era viejo y descolorido, y la pintura del piso del escenario se despegaba en algunos pedazos. 


El show que me habían prometido estaba muy por encima al aire que daba el establecimiento. Aunque sí me sorprendía lo grande que era, el techo altísimo, las paredes altas. Y el lugar se había llenado paulatinamente, una gran sorpresa para mi. El antiguo teatro, olvidado por toda la gente decente que prefería los nuevos edificios, confería una imagen de cómo se observaba en sus mejores años. 


La iluminación era improvisada, solo algunas luces del lugar funcionaban; los encargados agregaron faros montables. El show estaba cerca.


Mi escepticismo no me permitía emocionarme. Más que mágico, esto parecía un engaño barato con gran publicidad. La gente comenzó a murmurar y las luces se empezaron a apagar. El telón se abrió y, aunque el lugar estaba a oscuras, se podía escuchar el sonido de las poleas de las cortinas. 


Algunas luces se encendieron sólo para iluminar el frente del escenario. En lugar de la pesada cortina de terciopelo, había varias cortinas poco anchas y largas que cubrían casi todo el escenario. Pendían del techo, y la tela era vaporosa y delgada, de brillo barato; tantas tiras de tela no dejaban ver lo que había detrás.


La luz que rebotaba de las cortinas daba un haz rojizo a todo el teatro. Comenzó también una música ligera, con ritmos fluidos y relajantes, que te invitaban a menearte un poco. 


De repente, un brazo salió de entre las cortinas. Un brazo largo, dorado y delgado. Los dedos se movían ritmicamente. Del brazo, siguió un delgado cuerpo, que se abultaba ligeramente en el vientre. La mujer llevaba una larga falda de tela roja que colgaba con gracia con dos aberturas gigantes a los costados que le permitían bailar y que enseñaban sus bellos muslos dorados. Su corpiño apenas cubría lo necesario, pero estaba tan decorado con intricados bordados de oro e hilos escarlata. Los largos cabellos oscuros le caían sobre los hombros, y tras la espalda y la cintura; le brillaba, y se le entreveían algunas trenzas escuetas. En la frente se cruzaba un listón que parecía salido del corpiño, y las colas colgaban por entre las ondas del pelo. La mujer se movía lentamente, levantaba una pierna y la estiraba. Pisaba con los dedos y creaba un bello arco con su cuerpo, las manos las agitaba con parsimonia en el aire. Daba un paso y se convulsionaba hacia adelante con un golpe sensual que provocaba cien ondas en el aire. 


Su baile robó mi consciencia y mi corazón, los míos y los de todos los demás asistentes. Era hipnotizante, y no podía quitar los ojos de ella. La mujer siguió bailando a través del escenario, primero de un lado a otro, y cuando la música se hizo más ensordecedora y cautiva, comenzó a caminar por la pista del centro. Los ritmos crecían y la fuerza de sus movimientos también. Seguían siendo suaves pero fieros y parecía que mataban a cada paso, cada giro, cada vez que se doblaba sobre sí misma, cada vez que sus dedos se agitaban. 


Era tan increíble, y el ritmo seguía creciendo. La mujer danzaba cada vez más fuerte que incluso era difícil seguir sus movimientos: sus brazos desaparecían con la velocidad, y se suspendían en ciertos momentos; sus piernas golpeaban el piso y se balanceaban de atrás hacia adelante, o de izquierda a derecha en un vaivén hipnótico y su abdomen seguía creando las ondas en el aire cada vez con mayor intensidad con sus golpes y convulsiones hasta que la música desapareció en un eco ensordecedor y la mujer desapareció con un último golpe energético en el suelo. 


En su lugar, un hermoso pavo real escarlata alzó el vuelo. Voló con gracia sobre la audiencia en una curva, se alzó hasta el techo en una espiral hasta que las luces se apagaron dramáticamente. La cortina se volvió a cerrar con su rechinido metálico y las luces se encendieron. No había rastro de nada. El show había acabado, y también la emoción que se había creado. Había sido una noche más de teatro cladestino en el centro de la ciudad; y aunque la magia que me habían prometido había estado allí frente a mis ojos y había sido casi tangible, todo había acabado y era hora de desalojar el lugar, que había vuelto a hacer una de sus magníficas presentaciones donde casi vuelve a ser el mismo nuevo teatro de moda.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Siempre yo.

El fin de semana pasado acompañé  mi hermana a un velorio, con su novio. Cuando llegábamos allá, dos amigas de mi hermana iban en el auto. Mi hermana expresaba que le daba pena porque como que no sabía qué decir y se la pasaba mentando la misma frase "Lo siento mucho". Sonreí para mis adentros. 
Una de sus amigas dijo que "Pues qué se hace en esas situaciones." y que a nadie le gustaban los funerales.


"A mí si me gustan" dije, ganándome la tan NO ansiada mirada de WTF con la que he vivido casi siempre. 


Y es que después de ir a los funerales de la casa materna, I love them. Neta, son geniales.


Al principio todos lloran, y luego llega la gente. Con la gente llegan las condolencias y los pequeños recuerdos que hacen llorar más. Pero luego te hacen reír. Luego te ríes de más anécdotas. Luego terminas riéndote con una sonrisa melancólica y creo que es el momento en el que sabes que todo va a estar bien y que las cosas seguirán de una forma lenta pero segura.
Miras a todos los niños jugando alrededor, gritando. Sabes que la vida es así, sin que la muerte detenga el ritmo. La vida sigue allí, para que te vuelvas a subir en la cinta transportadora. Pura belleza.


Aprendí a amar los funerales así, aunque haya ido a múltiples funerales en donde todos son miserables, y hay gritos de dolor... donde he visto morir.
Pero no importa. Porque detrás de todo eso hay amor, y la esperanza de que las personas entenderán que no se trata de odiar a la muerte, sino de amar a la memoria del muerto. Y así, entre otras ñoñerías.


También soy fan de los panteones. Todos los panteones también están llenos de mucho mucho amor. Todas aquellas personas que enterraron a sus seres queridos, que les velaron, que estuvieron allí. Todos los que alguna vez llegaron flores de las que ya solo quedan polvo y cenizas. Amor, le llamo yo.


Yo me siento feliz, siempre que haya algo que me diga que hubo mucho amor aquí. No importa qué. Un nombre, fechas, epitafios.


A veces reconstruyo su vida, el señor cuya esposa murió... Y 15/25 (me falla la memoria) muere su hija de 15 años. Probablemente hija de otro matrimonio, porque no era posible engendrar estando ya muerto, digo. Estar enterrado sobre la antigua esposa de tu padre, kinda funny. Y bello. Un tanto bello de no sé dónde.


Yo no sé por qué, pero cada vez que veo una tumba abierta imagino que trabajar cavando y tapando tumbas debe ser una cosa como que bien bonita. Porque una cosa que la experiencia me ha enseñado es que el último cierre para seguir es cuando se pone el último puño de tierra, o en otros casos, el último ladrillo. Es como escuchar el candado tras la puerta cerrada. Un jardín sin llave.


Y yo, no sé, me cae que está bien bello todo eso.


"Y tú, estás bien tonta para los velorios." Le dije a mi hermana. En realidad yo también. Pero una sonrisa siempre funciona. Las palabras, me digo siempre, a veces no importan nada nada.


Y a la muerte, mucho menos.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Pants on fire

Alguna vez fui la mejor mentirosa del mundo.

Las demás personas solían buscarme para escuchar mis mentiras. Para verme fingir. Yo les decía todo lo que querían escuchar. Yo les mentía en sus caras, y ellos lo sabían. Supe hacer una vida de ello. De mentir, de fingir, de ser una completa farsante. Era perfecto. Había nacido con ello. Era mi don. Mi secreto. 

La gente me amaba siendo su libro cerrado. Su biblia. La película que nunca ven y no planean ver algún día. Les encantaba ver una caja con una sonrisa, y un par de ojos negros que les gritaba esperanza. Estoy segura de que sabían que todo era una mentira. Preciosas falsedades mías. 

Hay personas que nunca comprenden la joya que puede ser una mentira.

Y todo se volvió tierra y polvo. No, sal. Sal donde nada sirve. Nada crece. Donde todo muere.

Y así, vomité verdades. Bañé a todos de franqueza, terrible franqueza que golpeaba como balas de plomo. Que más que matar rápidamente, envenenaba lentamente. 

Todos ellos se arrastraron a morir en otro lado, uno muy lejano. Lejos de mí. Olvidáronse de mí. 

No he podido dejar de esconderme desde entonces. Algo sucedió y arruinó mi vida. No puedo lograr el silencio. No puedo porque siempre he de decir la verdad. Una verdad de lágrimas, de sufrimiento, de pena, de culpabilidad y de muerte. Es nuestra verdad, y no la puedo sacar de mi lengua y labios. Debo esconderme para no repartir la soledad y el dolor. Porque no he olvidado la felicidad que algún día repartí. Y la justicia que aún reina dentro de mí no funciona así.

Quiero poder fingir de nuevo.
Quiero volver a ser lo que fui.