lunes, 27 de mayo de 2013

Muchas primaveras

No me cuenten nunca la edad a primaveras. Cuéntenmelas en veranos, en otoños, en inviernos; las primaveras las odio.

Es el calor o la edad, no sé. A lo mejor es el cumpleaños de mi mamá (y de Don Beni). 
Al principio era toda una perfección llevar flores de papel y animalitos e insectos a la escuela para decorar la pared del fondo... pero debo decir que yo era pobre para comprarlos y mi mamá y yo muy torpes para hacerlos. Era siempre una vergüenza llevar mis adornos. Mientras los de todos los demás eran perfectos: "los hizo mi mami", "los compré en la papelería de mi tío", "mi papá me ayudó"... los míos estaban corridos de la tinta, mal cortados y pocas veces parecían lo que eran. 

Pero parece que con la edad, no sólo crecen los malos sentimientos sino que crece el calor adecuado para incubarlos. Hace ya varios meses que me duele la cabeza.

Lo más importante que se debe saber sobre la primavera es que el amor no se respira en el aire. A lo mejor los animalitos se aparean, y quizá aumenten las flores. También aumentan las alergias y los insectos (insectitos del mal). Sin embargo, que nadie intente engañarlos. No hay amor en la primavera. 

Si miras lo suficientemente cerca, lo puedes observar: los besos del hombre que creíste perfecto disminuyen, las mujercitas se ríen con sonrisas tristes, las mejores parejas del mundo se distancian... se van cayendo las pretenciones.


Antes de terminar la primavera, se ha mostrado la verdadera cara del amor.
Todo se acaba antes del verano.

Y entonces llueve.

Y las cosas se enfrían, se enjuagan, se secan en plano, sin exprimir.

No pasa nada.

Pero se debe odiar a la primavera, Dios mío, se debe.


viernes, 24 de mayo de 2013

Normal, normalito.

Érase un hombre normal, normalito. Que vivía una vida normal, normalita. Todos sus días pasaban normales, normalitos. Cada noche la dormía normal, normalito. 

Nunca tuvo transgresiones a su rutina, normal. Normalito. No había grandísimas fluctuaciones en su estado emocional. A veces estaba un poco triste, a veces estaba alegre. Normal, normalito.

Cuando murió se fue al cielo; normal, normalito. Y lo enterraron en una tumba igual a la de sus vecinos eternos muertos, tumbas normales, normalitas. 

Nunca se quejó de nada porque las cosas que estaban mal, eran normales, normalitas. Y la verdad es que siempre sintió todo bien, normal. Normalito. 

No hay más historia qué contar porque las vidas así, normalitas, caben en las letras que se escriben en una servilleta normal (y sobra espacio para limpiarse las comisuras de los labios del chile que uno se come en el almuerzo). A veces caben en mí, en ti; pequeñas hojas de papel. A veces también caben en un Ulises.  

Vidas normales, normalitas. Como ésta. 

sábado, 18 de mayo de 2013

Los uniformados

Un día, mi papá salió de la ciudad. Solía hacerlo mucho, pero mi mamá sabía que si había una emergencia, las dos hijas más chicas correrían muy rápido y se esconderían y la mayor y ella se encargarían de la situación porque son bien machinas. Entonces tenía yo como nueve años.

Esa semana mi mamá estaba el doble de nerviosa porque mi abuela estaba de visita. Cuando hay cosas que uno no prevee se asusta más de lo necesario. Mi abuela durmió en el cuarto contiguo y mi mamá durmió en nuestro cuarto (mis hermanas y yo dormíamos juntas), todas en el piso de arriba. Mi mamá cerró absolutamente todas las puertas con todos los seguros y luego los barricó con muebles. Todo saldría bien.

Desgraciadamente, mi mamá empezó a escuchar sonidos en el techo. You never plan that. Sonidos en el techo. Así que despertó, y se dio cuenta de que del cuarto que estaba vacío (había tres cuartos en el piso de arriba) salían algunas luces. Se acercó y notó que eran policías en la calle. Se acercó mucho más a la ventana para observar mejor. La ventana era ancha, ocupaba toda la pared de lado a lado, más no de arriba a abajo, era una ventana alta. Mientras observaba preocupada, UNA CAROTA INVERTIDA SE LE PUSO ENFRENTE.

Como es obvio, mi mamá pegó el grito del universo. Del techo se asomó un policía, y le saludó. Así, como si fuera bien pinches normal. Ni pedo.

"Perdón, señora." dijo el güey. ¿A poco no esperas asustar a alguien si te asomas desde su techo y le hablas al mismo tiempo? Ay, estos policías, traspasando propiedad privada por sus huevotes.

Mi hermana mayor ya estaba detrás de mi mamá, pero ella no gritó. Se cagó, sí, pero siempre ha sido bastante serena. Poco le faltó para buscar algo con qué golpearlo, antes de darse cuenta de que era un policía. El poli preguntó si estábamos bien y mi mamá mandó a mi hermana a checar a todas. Estábamos más que bien, estábamos bien pinche dormidas.

Resulta que en el billar que estaba atrás de la casa, a la izquierda (mucho a la izquierda), se robaron las televisiones. Las cogieron esperando encontrar muchas cosas y las arrastraron por el techo del billar, y por los techos de las demás casas... El policía preguntaba si no habíamos escuchado nada, que despertaron a los vecinos de la derecha y que ellos llamaron a la policía. 

El policía sorprendido y mi mamá avergonzada de no haber escuchado. El policía nos volvió a preguntar si estábamos bien, si no nos habían robado nada y le dijo a mi mamá que no se preocupara, que estaban buscando a los rateros. Mi mamá les dijo que qué bien, que no le volviera a salir del techo. 

Entonces vivía en una colonia un poco... uhm... popular. No, digo, estaba chida pero éramos la linea entre una cholonia y la gente fresa. A nosotros nos caían mejor los cholos, nomás que de ese lado había un anexo y pues... a veces era un poquititititito inseguro. Pero más chido.
Unos vecinos de enfrente tenían una familia numerosa. Las niñas, compañeras de mis hermanas, eran muy... uh, sumisas, supongo. Casi no salían. Tenían el cabello muy largo. Nunca sonreían. Apenas e iban a la escuela. Sus hermanos, sin embargo, eran bien de calle. Mi papá notaba que desde pequeños se colaban en las casas, y varias veces vió cómo le robaban la antena del carro. La primera vez se hizo de la vista gorda, la segunda vez fue a acusarlos. Le regresaron su antena los papás del niño.

En fin que les encontraron las televisiones a los chavos y los arrestaron. Fue muy raro.

Pero después volvieron.


Je.

lunes, 13 de mayo de 2013

Marchita

Amores tras amores, Mari, mi niña. ¿Qué otro futuro te esperabas? Cuánto respeto. ¿Qué sentías por mí, acaso? Que todas las noches que te encontraba bajo la farola te pedía un beso, y eras mujer suficiente para dármelo sin pedirme nada a cambio. Siempre sola, siempre esperando.

A mí me encantaba ese vestido rojo tuyo, con el corte en tu cadera y los rasgones que le diste para que fuera más corto. El cabello sucio, medio peinado, a veces en un chongo despeinado con los rizadores que encontrabas tirados en la calle. 

A veces te amaba, y a veces te odiaba de celos. Pero la mayor parte del tiempo te temía, a ti y a tu saber de años de calle. ¿Alguna vez me hubieses dejado probar tu piel? Yo creo que no, como tú, siempre fui un pobre diablo. 

No fue ninguna sorpresa encontrarte así bajo la farola. Con algo parecido a una sonrisa de dientes rojos. Tu vestido más planchado que nunca. Tus piernas medio abiertas, casi insinuantes. Tus rodillas eternamente raspadas. Tu cabello despainado y tus ojos vidriosos, muertos, sin decir ya nada. 

Allí mismo te regresaron en cajón prestado. Era de cartón. Unas te llevaron flores pero en realidad casi nadie se tomó el tiempo de mirarte. Yo te miré mucho. Te puse unas flores qu me robé del jardín de un don señor. Como odiabas que te mirara de esa forma pero sabía que ya no me dirías nada. Ay, ¡cómo me enamoré de ti! Incluso ahora, con tu bonito odio a la vida más presente que nunca, ya casi nada.



jueves, 2 de mayo de 2013

When we made love you used to cry. You said I love you like the stars above, I'll love you till I die. There's a place for us you know...

Entró al salón: blanco, amplio, totalmente vacío. Se detuvo frente a la chimenea, a un lado de su prometido. 

- Te ves hermosa.
Le dijo. Ella sonrió sin ganas. Debajo de su ligero velo movió su mirada hacia arriba, desde sus zapatos, por su corbata, hasta su expresión apologética cubierta de una ligera barba. No tuvo que decir nada, solamente negó por lo bajo. Se les rasaron los ojos de lágrimas que se negaron el un al otro.

Ceremoniales pasos sobre el suelo de madera los separaron. Entró un sacerdote. Vestía de negro. Se detuvo entre la pareja, sin expresión, y los miró, primero a uno y luego a otro. 

- No hay nada que me complazca más que unir una pareja ante Dios, mostrándo todo el amor que se tienen. Pero esta es una ocasión especial. Diferente. Yo no puedo negarme a brindar el santo matrimonio a una pareja.

El párroco miró displicente la pareja y continuó con la ceremonia. No agregó nada más durante el rito, más que una total repulsión en su hasta-que-la-muerte-los-separe. 

- Que lo que ha juntado Dios, no lo separe jamás el hombre.
Fue notable la inflexión del párroco en su "jamás". ¿Qué saben los religiosos de porsiempres? Viven la vida esperando, en un vilo infinito.

La pareja se besó. Fue un beso inquieto, no como el primero sino como el último. Un beso de esos que no se dejan querer terminar, pero que quieren ser terminados porque saben de la fragilidad del tiempo. 

- Dios los perdone, y me perdone a mí también. 
Se retiró el sacerdote. El paso era ahora más ligero, pero con los pies pesados, con la incertidumbre de saber algo que se debe ignorar. No volvió ni miró atrás. Cerró la puerta tras de sí con un sepulcral eco que rebotó en el vacío.

La mujercita empezó a llorar. Se veía más frágil y triste que el ambiente mismo. Él la abrazó y también lloró. Lloraron de dejo, de soledad, de inevitabilidad. Cuando lograron serenarse un poco, él intentó soltarla. Le dejó los hombres primero, y le cogió las mejillas para secarle las lágrimas y el maquillaje vertido. El joven se acercó a una esquina y tomó una botella vieja y dos copas. Puso un líquido algo espeso y oscuro de la botella a las copas y regresó con su esposa. La abrazó fuerte y le dió una copa. Se sentaron en el suelo y comenzaron a beber con placer, con horror, con temblores y miedos y mucha certeza. 

- Hasta la última gota.
Se decían el uno al otro, hasta que apuraron por completo la bebida. Se echaron en el suelo, él sin el saco y ella sin los tacones ni el velo. A veces se reían y se abrazaban más, después empezaban a llorar por ratitos. Al final se quedaron dormidos, más cerca que nunca. No despertaron.