Ambos miraban la soledad del lugar, con miedo en los ojos pero con decisión. Sabían que era el momento en que todo caía en su lugar. El miedo, insignificante, les llenó los estómagos. Se tomaron de las manos sin siquiera pensarlo, y se impulsaron mutuamente a lo que sería su futuro.
Yo les avisé. Lo juro.
Ella era una artista con la mirada perdida, el corazón triste y el amor perdido. Él era un comerciante, que había perdido el semblante a golpes de corazón. Se habían conocido desde jóvenes, cuando ambos estudiaban. No tardaron mucho en saber sobre ellos, ella había vivido toda su vida con sus tíos, él con sus padres y hermana. El nombre de ella, como de telenovela, era Isabella. El de él, como su abuelo, Emilio. Isabella, conociendo a Emilio con tan solo un vistazo a su mirada, sabía siempre lo que sentía, le ayudaba, le consolaba. Para Emilio, Isabella era un misterio. Poco a poco, después de adivinar casi todo de él, calificó a Isabella como imposible, una mujer como pocas, sentimientos pequeños o nulos y una persona que veía la verdadera realidad.
Aún así, Isabella era una mujer sonriente, independiente, decidida y cariñosa. Cuando Emilio volvía de nuevo con una de sus decepciones sentimentales, ella le recordaba que un error no se comete dos veces. Y cuando cada vez, menos decidido, Emilio volvía a salir adelante; Isabella se preguntaba si estaba haciendo bien o mal.
Nunca nadie pensó que un par así se llevara perfectamente. Ambos siempre tuvieron gustos diferentes. Se encontraron a sí mismos solamente encerrados en un libro favorito que tenían en común. Tenían trabajos diferentes. Él se dedicaba a convencer personas, ella a moldear sentimientos que no encontraba, ni sabía que tenía.
Ambos se guardaban todos lo que sentían bajo su trabajo, del cual, si bien tenían talento, no tenían interés.
Decepciones más tarde, con solo una mirada a los ojos de ambos, supieron que lo que necesitaban hacer era escapar. No necesitaron palabras para empacar, ni para huir.
Huyeron del miedo a lo conocido, para conocer el miedo a lo desconocido. Tomados del brazo, encontraron por azar el lugar donde habrían de vivir. Rentaron una casa y decidieron olvidar quienes habían sido hasta ese momento.
El secreto entre ellos dos.
Emilio llevaba media hora esperando en la entrada de su nueva casa cuando pudo avistar el reflejo blanco dando la vuelta en la esquina. Isabella manejaba la camioneta rentada para la mudanza. Cuando se detuvo y bajó, Emilio no tuvo de otra más que reírse. Hacía tanto que no lo hacía de tan buena gana, que los músculos de la cara protestaron. Isabella usaba un pantalón ceñido de mezclilla deslavada, una playera de franela roja, y un pañuelo en la cabeza; muy al estilo de mudanza americana. Cerró con un portazo la camioneta, y se dirigió a abrir las puertas de atrás, para liberar sus muebles. Emilio se adelantó para comenzar a sacar las cajas.
- ¿Y qué mosca te ha picado a ti?
Emilio estaba apilando algunas cajas, tanto en el piso como en la camioneta, unas sobre otras; Isabella lo ignoró, haciendo lo mismo con las cajas.
- ¿Y has estado aquí todo el mañana, parado como pasmarote?
- Vine a recibir la llave.
Le contestó con tono de herido, el cual arruinó, por que sonreía para sí mismo. Tomó un par de cajas y caminó hacia la puerta de la casa.
Isabella se tiró de espaldas en el pasto del jardín, y cuando Emilio salió, le miró interrogativamente desde arriba.
- Es que manejar cansa.
- Sueñas que yo voy a bajar todo eso. Párate.
Y la movió con un puntapié en las costillas. Isabella se quejó levemente, y se levantó.
- Eres un brusco.
Pero la casa estuvo arreglada en poco menos de un día. En medio de la noche, se sentaron en la sala diminuta a mirar alrededor. Estaba más sucio y vacío que sus almas. Sintieron que un peso les caía encima. ¿Qué se debía hacer luego?
Emilio abrió la puerta y miró a su alrededor. Se sentía incómodo e inapropiado en su nueva casa. Como si estuviera demás ahí. Isabella pasó blandiendo trapos y detergentes en la mano.
- ¿Qué te sucede? Llevas limpiando por cuatro días. Ya es suficiente.
- Nunca lo es –le contestó con una sonrisa, pero sin mirarle.
- No tienes nada que hacer ¿verdad?
Isabella le dirigió una mueca y se trepó en un sillón para limpiar los cortineros.
- Bueno, ya. ¿Dónde habías estado tú, señor ocupado?
- Conseguí trabajo.
- Creí que ya no necesitabas trabajo.
Emilio recordó lo que había pasado en su antiguo trabajo. El hospital, la aseguradora… el accidente. Sacudió las imágenes de ese momento.
Quiso quedarse callado por mucho tiempo, pero Isabella le miraba expectante y el silencio era atenuante.
- Para tener algo por qué levantarme por las mañanas. Que no sea limpiar.
- Cállate. El lugar ya se ve habitable gracias a mi.
- Si, se mira habitable y huele a lejía.
Isabella le atestó un golpe en las costillas. En verdad no tenía nada que hacer. Extrañaba los días en que tenía un trabajo, en que iba a la escuela solo para pintar o moldear. Cuando recibía encargos para adornar oficinas, restaurantes, cafés o lugares públicos “culturales”. Volteó a ver su reconocimiento en una mesita de madera; aquel que le habían dado gracias a sus esculturas en el edificio municipal nuevo.
Cuando ambos se sentaron a comer, se sintieron más solos que nunca.
- ¿Y de qué es el trabajo?
- En una farmacéutica. Vendo medicinas a los consultorios.
- ¿Y qué voy a hacer yo sola aquí, entonces?
Emilio lo pensó muy bien. Él estaba comprometido a dejar de trabajar, pero necesitaba trabajar para dejar de recordar. No sabía que decirle a Isabella, que estaba claramente molesta.
Isabella se acercó a él con todo y silla, y se recostó en su pecho. Cerró los ojos. Emilio la abrazó, sintiéndole frágil y pequeñita en sus brazos. Él no sabía que para ella, esto también se suponía terapéutico.
- ¡Isabella! – Le llamó Emilio cuando llegó.
Su trabajo era corto de suma facilidad. Era lo que más se le daba; fingir que todo era perfecto. Pero ella no estaba en la sala, donde siempre solía encontrarla. Subió al segundo piso, llamándola. Abrió la puerta del dormitorio vacío y se recargó en el marco de la ventana por un rato.
- Me imaginaba que escondías algo. Pero supongo que me lo merecía.
- Yo también necesito hacer algo. Y yo no sé hacer nada más. Tu compañía te habrá mandado al cuerno, pero yo no tengo compañía.
- ¿Cuánto lleva esto aquí? – preguntó Emilio, gesturizando hacia la pintura.
- Desde el día que te fuiste a buscar trabajo. Así que enójate. Ambos rompimos la promesa; ambos trabajamos, pero yo no trabajo para nadie.
No fue que eso le doliera pero a Emilio le molestó que ella también le hubiera hecho eso. Salió por un momento a tirar el saco, la corbata y el portafolio. Luego entró gritando violentamente.
- ¡Párate! ¡Sal!
El cambio asustó a Isabella por un momento. Emilio la tomó del brazo violentamente y la sacó a la fuerza. La arrastró por las escaleras, abrió la puerta del frente y la tiró en el patio.
- ¿¡Qué carajo te sucede?!
- ¿Hace cuánto que llevas ahí encerrada? Te ves blanca, te hace falta sol.- Le contestó cínicamente, con una sonrisa burlona en la cara. Isabella se quejó y se puso de pie. Luego corrió hacia la puerta. Emilio la detuvo con un solo brazo. – Y ni te atrevas a entrar de regreso.
La tomó en vilo de nuevo, y la tiró de espaldas en el pasto. Ella se retorcía intentando escapar; pero él era más fuerte y la retenía en el piso. En algún momento dejó de luchar para aventarle una colección de insultos. Luego su vista se desvió en otro tipo de mirada. Emilio la siguió. Una vecina les miraba con cara de preocupación. Eso debía ser algo que no veía todos los días. Él se levantó y levantó a Isabella. Ambos se sacudieron mientras miraban a la apenada vecina, que sabía que había sido descubierta y no encontraba donde esconderse. Isabella se sonrojó, Emilio le tomó de la mano y caminó hacia la mujer. Isabella, aunque incómoda, decidió seguirle el juego.
- Disculpe, no nos habíamos presentado. Yo soy Emilio, y ella es Isabella. Nos acabamos de mudar al 56, aquí a dos casas.
- Ah. Yo soy la Mireya. Vivo aquí con mi hijos desde hace 5 años que me casé. Disculpen, no quería importunarles.
- No se preocupe, íbamos de salida de todos modos. Mucho gusto en conocerla, Señora Mireya.
- Llámeme Mireya solamente, mucho gusto. Con su permiso…
Y así huyó la primera persona que habían conocido en todo el lugar, por primera vez.
- Entonces, ¿íbamos de salida a dónde?
- Pues a comer. Y a que te dé el sol. No es broma, estás transparente, como papel de arroz.
Pasaron a comprar algo a un local, y comieron sentados en una banca de un parque deportivo que encontraron al final de la calle donde vivían.
- ¿Y cómo te va en el trabajo?
- Bien. Me pagan por convencer a los médicos que unas píldoras les va a curar la soledad. ¿A ti?
- Yo no trabajo. Pero bien.
- Yo no me voy a enojar por que pintes. Haz lo que se te venga en gana. Yo no estoy para decirte que hacer y que no.
- Lo que pasa es que ya no sé que pintar. Pero te voy a tomar la palabra.
Isabella abrió la puerta renegando, por que seguramente él habría olvidado algo del portafolio. Pero cuando abrió la puerta, quien le esperaba era Mireya, con un plato de algún revoltijo de algo. Tenía cara de arrepentimiento. Isabella le dirigió su mejor sonrisa.
- Eh, buenos días.
- Mire, yo la verdad vengo a disculparme por lo de ayer. Es que no habíamos tenido nuevos vecinos hace mucho, y cuando ayer salieron así… Pues para lo que guste, en el 64 tiene su casa.
- Muchas gracias, Mireya. Ándele, entre.
La señora entró dudosa al lugar, y vio con asombro adentro. Isabella llevó el traste a la cocina. Mireya miró a todos lados.
- Se instalaron sin problemas, ya veo.
- Sí, pues no teníamos mucho que hacer más que desempacar y acomodar.
- Ah, yo supuse que con el trabajo…
- Se suponía que no íbamos a tener trabajo, pero ahora resulta que si. Pero la primera semana, no teníamos nada que hacer.
- Pensé que la mudanza se debía al trabajo de su esposo.
- ¿Mi esposo? No, se equivoca usted.
A Isabella no se le hubiese ocurrido que las personas pensaran eso. Pero tenía sentido, eran una pareja mudándose.
- Nosotros somos amigos. Hemos sido amigos desde hace mucho tiempo, y decidimos que era tiempo de un cambio. Vinimos juntos para apoyo moral mutuo.
Pero Mireya no pareció tragarlo. Le miró con desconfianza. Al final terminaron platicando sobre otras cosas, y ambas, ganando una amiga. Mireya tenía dos hijos:
- Una niña que acaba de entrar a la escuela, y un chiquito.
Le había dicho ella. Isabella le platicó lo que ella hacía, de cuando enseñaba artes plásticas en un colegio, y Mireya le platicó que su esposo era maestro en la secundaria de ahí cercas. Cuando Isabella levantó el brazo en manierismo, Mireya pudo ver marcas. Isabella se descubrió los moretones del día anterior. Golpes interrumpieron. La hija de Mireya entró corriendo en la casa.
- Debería irme, ya es tarde. Mi esposo no tarda en llegar.
Isabella se despidió y le agradeció. Miró su brazo una vez más.
Cuando Emilio llegó, Isabella ya tenía lista la cena, acomodada la mesa, y los platos puestos. Emilio miró las escaleras tentativamente pero luego se decidió a sentarse.
- Llegas tarde. Hueles a alcohol y no me invitaste.
Pero él no contestó. No tenía ni las ganas ni el humor. No había ido a trabajar. Había pasado la mayor parte del tiempo manejando y dando vueltas. Fue al parque, caminó por las calles y finalmente se detuvo en un bar de mala facha. No hacía falta ser un genio para entender que era enfermedad de la memoria, y rotura del alma. Ella era mucho más que un genio de todos modos, y conocía a Emilio demasiado. Le trató entonces como si nada pasara, aunque el día tampoco le había hecho muy feliz a ella.
- Mejor me retiro a dormir. Estoy cansado.
- Mejor comes, por que vas a ver la que te armo si te atreves a seguir de mala copa.
- Isa, por favor.
Pero Isabella le aventó la comida enfrente y se dispuso a comer. Sin discusiones. Emilio revolvió el plato con mala gana y se fue en cuanto pudo. Tomó una botella de vino de la cocina, y se encerró en su cuarto. Pasó la noche sentado en una esquina, bebiendo y llorando como niño. El alcohol le impidió intuir que Isabella le vigilaba desde afuera, le escuchaba, y cuando por fin le durmió la bebida, no sintió cuando le arropó.
El día siguiente, poco después de salir el sol, Isabella entró saltando, canturreando e irradiando felicidad al cuarto. Abrió las cortinas y deseó buenos días a la criatura que le miraba desde el piso con los ojos inyectados en sangre.
Ella le tomó del brazo, le condujo al baño, y abrió la regadera. Le pasó ropas limpias y cuando Emilio salió, se encontró la cama tendida y olor a limpio.
- Rápido, que ya nos vamos.
- Tienes que conseguirte algo más que hacer, para eliminar esa mañana tuya de limpiar todo lo que puedo ser desinfectado.
Ella le respondió con una sonrisa enigmática y le jaló del brazo. Caminaron un buen rato, y al final comieron en un cenadorcito donde entraba toda la luz matinal y que Emilio comenzaba a odiar.
La tarde la caminaron por la Alameda. Emilio no había dicho más de diez palabras en todo el día. Así que cuando Isabella cerró la boca en un final inesperado, un silencio robó el viento.
- ¿Ya? ¿Es todo lo que vas a decir?
- Ya se me quitaron las ganas de hablar. Habla tú si quieres. Yo voy a ver las nubes.
Emilio entonces miró las nubes también. Y así se quedaron ambos por un momento hasta que ella miró el piso. Él, intrigado, la miró por un momento.
- Deberías conseguirte a alguien más, ¿sabes? Dejarte salir de tu propio encierro.
- Creí que ya no ibas a hablar.
- Creí que prometiste olvidar.
- No es tan fácil…
- Ya sé que no.
- Tú no sabes.
El comentario de él había herido mucho más de lo que habría creído. Isabella había tenido un largo historial de sentir algo que no era, o simplemente no sentir. Hasta la fecha no recordaba lo que era querer y había dejado de interesarle desde hace mucho tiempo.
Pero nunca se imaginó lo que tanto silencio y excesivo tiempo libre le iba a causar recordar.
Ambos se marcharon cabizbajos, él a encerrarse de nuevo y ella a su improvisado taller.
Al siguiente día, él se levantó temprano para irse al trabajo. Se asomó al cuarto de ella, que estaba vacío. Isabella se había quedado dormida en el taller. Emilio salió sigiloso. Cuando regresó, Isabella se había ido. La casa estaba vacía y sus llamadas se hundieron en el sonido de la lluvia.
Cuando regresó tres horas después, Isabella estaba empapada hasta los huesos.
- ¡Isabella!
Exclamó Emilio, que corrió a buscar una toalla. Tomó la más grande y regresó para envolverla. Ella temblaba tanto que no podía decir nada, él tampoco le quiso preguntar. Después de intentar secarla, la tomó en brazos y la llevó hacia la cama. Le quitó la ropa y la envolvió en las cobijas de su cama. Al final, la abrazó. Ella estaba helada. Isabella se acurrucó entre los brazos de Emilio, y, jadeante, explicó:
- Yo quise quererle, Emilio. De verdad. Pero me faltaron fuerzas.
Emilio la calló en un susurro. Le dijo que él sabía que lo había querido, pero a su manera. Le juró que todo iba a estar bien. Él estaba seguro de que Isabella no había comido en todo el día. Así que cuando ella por fin cerró los ojos por debilidad, el bajó a calentar sopa. Así le encontró ella cuando bajó sin ropa envuelta en sábanas y cobertores. Se sentó en la mesa, y él le sirvió un tazón.
- Perdón.
Se dijeron ambos. Y luego sus miradas penetraron una en la otra, bastando para saber que ambos tenían veneno en la garganta, y dañado el corazón.
Emilio se estacionó frente a la casa, donde había una mesa, tres sillas, e Isabella frente a dos niños pequeños. Se le acercó a Isabella para murmurarle en el oído.
- ¿Qué rayos?
- Enseño a pintar a la hija y sobrino de Mireya. Con la visita se vuelve loca, y le entretengo a los niños un rato.
- ¿Por qué no están en la escuela?
- Llevamos 5 meses aquí. Es verano. Cómprate un calendario.
Ella siguió hablando con los niños, cuyos lienzos tenían menos pintura que sus caritas. Ignoró a Emilio. Él entró a la clase y salió con una silla.
- Pues entonces dame clases a mi.
Entonces se inclinó sobre la mesa, cogió papeles y pinceles y mojó en pintura roja uno de ellos.
- ¡Así no, Emilio! Menos pintura y más amor, que masacras al pincel. ¿Qué te planeas pintar?
- Yo que sé. Una manzana.
- Entonces ese rojo no. Necesitas uno más oscuro, y amarillo y café.
- ¿Y verde?
- ¿Para qué quieres verde con una manzana?
- Pues para dibujarle una hojita.
- ¿Cuándo has visto una manzana real con hojitas?
- Bueno, para el gusanito.
- Eres peor que las niñas.
Un rato y dos manchones rojos después, Emilio decidió retirarse a comprar algo para comer. Isabella mandó a los dos niños a lavarse, para que Mireya no tuviera un colapso nervioso. Comenzó a recoger las cosas y limpiar un poco. Mireya se acercó.
- Los niños están en el baño. ¿Y la cuñada?
- Que se quede con su hermano, que ya me tiene hasta la coronilla.
- Pues creo que ya se aburrió por que ahí viene.
Una señora, alta y delgadísima, se les acercó.
- Usted debe ser la hermana del esposo de Mireya. Mucho gusto Señora…
- María. Tú eres la nueva vecina. La que pinta, según Mireya.
- Ya no pinto. Pero sí, la nueva vecina.
- Te ves joven, ¿vives sola?
- No. Vivo con Emilio. Un amigo.
- ¿Un amigo? No lo creo. Una señorita no debe vivir sola así, con un hombre.
Pero la señora se vio distraída con los niños que salieron volando, con las manos y la cara limpia, pero la ropa hecha un arco iris.
- Un amor, su cuñada.
- Déjela, es una megalomaniaca, tiene aires de realeza. Pero en una cosa tiene razón, Isa. No es normal que señoritas como tú tengan hombres como inquilinos. Ya sé que son muy conocidos y todo, pero ya vez como son los hombres, Isabella.
- Ya sé lo que piensan, Mireya. Pero Emilio es un hombre roto, yo lo conozco.
- No dije que estuviera mal, solo que no es normal. ¿Oyes? Creo que el niño está llorando. El niño consentido de mi sobrino se trepa a su cuna. Gracias por cuidar a los niños.
- Cuando quieras. No tengo nada más que hacer.
Y Mireya se fue corriendo. Isabella puso todas las cosas en una bolsa y las metió a la casa. Las puso en la sala. Emilio entró después.
- ¿Ya no hay niños?
Isabella no contestó.
- Entonces a comer pues. He traído unos panes que según el de la tienda, son hechos por el mismísimo Jesús.
Isabella siguió sin contestar, poniendo la mesa.
- Háblame mujer, para saber si no te has quedado muda de la fiebre que te dio hace días.
- ¿Ahora eres tú el único que se puede poner melancólico?
Así le contestó ella, con rabia y resignación en su voz. Pocas y contadas eran las veces en que hubiese hecho estas escenas, y aún más pocas las que Emilio había podido presenciar. No era agradable. Ella le miró con ojos velados de la madurez que él no tenía. Luego le dio la espalda de nuevo. Terminaron de comer en silencio, ella mirando el plato, y él fingiendo mirarlo también, pero lanzándole vistazos de reojo. Al final, ella se levantó rápidamente e intentó huir por la puerta del frente. Emilio la tomó de un brazo.
- No me toques. ¡Déjame!
Pero Emilio la ignoró, y la encerró entre sus brazos. Isabella luchó en vano. Luego volteó a verle.
- Déjame. ¡Déjame! ¡Yo no puedo huir de lo que me persigue como tú lo has hecho! Y si pudiera, tampoco lo haría…
Emilio la miró herido. Pero la cara de Isabella estaba decidida, y se sacudió los brazos de Emilio. Pero él siguió tomándola del brazo.
- Por favor, Isabella. Razona…
- Suéltame.
- Quédate. Vamos a hablar.
- ¡Suéltame! ¿O qué? ¿Buscas volverme a marcar la mano en el brazo? - Las palabras quemaron. Incluso a la propia Isabella. Emilio le soltó. - ¿No te basta con ser un hipócrita?
Emilio actuó bajo instinto. Su orgullo estaba herido, y le ardían las entrañas por dentro. Esas palabras varias veces las había escuchado. Levantó su mano y la abofeteó. Ella le miró por un segundo, y subió. Se escuchó un portazo. Él no creía lo que acababa de hacer.
Ya casi llevaba un día dentro, y no había logrado hacerla salir. Emilio lloraba suplicante en la puerta.
- Isabella, perdóname, por favor…
Horas más, estuvo rogando él. Pero ella jamás cedió. Al final, decidió ir por algo de comida, y quizás el olor la invitaría. Cuando Emilio consideró demasiado tiempo, comenzó a asustarse. Otras horas más tarde, decidió forzar la puerta. Lo había aprendido hacía varios años, y un alambre después, abrió la puerta y corrió dentro. Isabella estaba de espaldas hacia la puerta. Él la abrazó, y la tocó revisándola, mientras lloraba. Ella desviaba la vista.
- Isabella, perdón. Isabella, mírame, perdóname. Isabella, por favor, mírame.
Pero los susurros de Emilio eran insuficientes.
- Suéltame. Por favor.
Fueron las únicas palabras que salieron de sus labios. Emilio sabía que lo merecía. Pero no iba a dejar de intentar. La volvió a tomar entre sus brazos, y a besarle la mejilla y la frente. Isabella intentó alejarlo con golpes. Por momentos ninguno estaba dentro de si. Ya no sabían que sentían, ni que querían, ni quienes eran. Se buscaron la piel, la cara, los labios. El tiempo perdió su significado. Ellos perdieron el nombre y la respiración. Se probaron cada parte del cuerpo. Se mordieron los labios, las ansias y el ser completo. Se entregaron con rabia, con arrebato y con coraje al mundo. Al final se quedaron dormidos, olvidando que había un universo alrededor.
Cuando Emilio despertó, Isabella estaba sentada, dándole la espalda.
- ¿Qué estamos haciendo Emilio?
Pero a Emilio le faltaron voz y palabras para responderle. No sabía ni que decir ni como proceder. Se quedó acostado, mirándola, como si las palabras fuesen a aparecer en el aire como traídas por el viento. Isabella le comprendió.
- ¿Qué estamos haciendo, Emilio?
Le preguntó de nuevo, esta vez con odio en sus palabras. Emilio escondió su mirada en el infinito. Isabella volteó a verle, con los ojos de piedra, sin emociones, que todos le habían conocido. Le miró como se mira a un espejo roto. Emilio le correspondió la mirada entonces. Ninguno de los dos tenía idea de lo que había hecho, ni pretendía encontrar la razón. Isabella se levantó y se fue. Ambos se vistieron y se encontraron para comer. Ninguno se atrevió a hablar ni a mirarse.
Cuando terminaron, no supieron que hacer. Se quedaron inmóviles. Se vieron finalmente. Ella habló finalmente.
- Lo que pasó. Eso no significa a nada. Tú la amas a ella.
Isabella habló con frialdad. Emilio abrió la boca para decir que no era cierto. Pero ambos sabían que él deseaba que las caricias de anoche vinieran de otra persona. Para cuando él quiso mentir, le faltaron fuerzas. Miró la mesa, sabiendo lo que Isabella pensaba. Ella estiró la mano por encima de la mesa, le tomó la cara y le levantó la mirada.
- Ni te arrepientas.
- Pero, Isabel… ¿Tú…?
Las palabras se le perdieron. Emilio no tenía idea de nada.
- ¿Yo? Yo no amo, Emilio.
Isabella se levantó, esbozó media sonrisa, besó la frente de él y salió. Volvía a ser la misma de antes.
Bueno, muchachos, mis lectores inexistentes, esta entrada es mi entrada #100.
La historia es un regalo a todos ustedes.
Disculpen los errores, el copypaste no se me da.
Así que, gracias a todos.
PD. Me encantó mi historia, está larguísima, no me importa.