Doblo hacia la salida más cercana, me encuentro en el jardín, en el corredor de piedra que parte el jardín a la mitad. Todo el espacio que llevaba ganado lo he perdido y escucho su respiración detrás de mí. Pero lo veo a él, en la luz matinal que entra por el techo y cae sobre el ángel de piedra que pide piedad al cielo. Él me ayuda, él me protege. Él está allí por mí, por nadie más, mucho menos por todas ellas, hipócritas pecadoras que no merecen su misericordia, y que jamás la tendrán.
Una mano jala mi batín desde el cuello, una patada golpea mis rodillas por detrás. No puedo evitar caer, no puedo evitar desprenderme del cuerpo que ya no parecía mío. Ya no es mío, ya no más. Los demás me guían, las manos en súplica, la espalda recta, las rodillas contra el suelo. El resto de las manos, las que no son mías, en laude, no hacia él... La misa comienza, el padre empieza a dirigir a los presentes, invita a los demás a despertar el alma y a unnirse. Está el gozo de la comunión, debajo de los suplicantes ojos del ángel que es piedra y nada más. La luz comienza a apagarse. Él se va, me abandona.
No los perdones. Abandónalos y no los perdones. Pero perdóname a mí, que te escuché y seguí tus instrucciones. Perdóname por no lograr lo que habías puesto en mi camino. Es tuya mi alma y mi corazón. Lo demás, haz con él lo que debas hacer.
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