Me recargo en el marco de la puerta mientras te veo empacar. Tú no me volteas a ver, estás ocupado largándote de nuestro pequeño hogar, no admiras -como siempre- el vestido que más te gusta que use. Me acomodo la parte de abajo del vestido, y me llevo la mano sobre la suave tela rosada hasta el cuello. Arrojas con violencia tus cosas en la maleta, y luego las vuelves a acomodar arrepentido. No estás enojado con ellas, estás enojado conmigo. Te vas porque no te dije lo que consideras la verdad. Creíste que te mentí. Creíste que había hecho cosas terribles a tus espaldas, besarme con otros hombres, decirles a todos ellos la gran mentira del amor.
Y ahora te vas, por eso. Los gritos despertaron a los vecinos hasta que decidiste que no seguirías viviendo conmigo una noche más. Ya no. Que hiciera lo que quisiera con total libertad.
Y me acomodo contra el marco de la puerta viéndote recordar con todas las cosas que tomas. Ahora me odias. Por la sencilla razón de que no te puedo decir quien soy en realidad. Ni siquiera yo lo sé. No te puedo decir si verdaderamente te amor porque ni siquiera yo lo sé. No te puedo decir la verdad porque no existe, no existo yo, porque mis secretos son tan oscuros que tengo que inventarme cada noche para evitar caer en el hoyo negro que supone el vacío de mis sueños. No sé nada, no soy nadie. Y me dejas sola por ello. Te vas porque crees que te he mentido. Y la verdad es que me entregué a ti por no saber qué soy.
Me escuchas y volteas y tu expresión crece en emociones de odio. Odias también que solo te mire, que no llore, que te obligue a regresar, que te diga la verdad. Pero no puedo porque no soy yo, es la vida. Es esto que me ha tocado vivir, una fina capa de sensibilidad indiferente que me arropa como lentes oscuros y me esparce el calor que ¿sabes qué? arde mucho ahora. Es como el odio que no sientes, la tristeza que no sientes, la desilusión que no sientes. Sufrir como no sufres. Está bien que te vayas. No sabes lo que es mirar por los lentes del ciego.
Terminas de hacer tus maletas y me rozas con brusquedad al salir. Te despides con tus espalda y tu silencio. Cierras la puerta. Te pierdes, como todos los demás, para siempre.
1 comentario:
que duro
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