Cuando entré a la sala, Agnes saltó de una de las camas y se escudó detrás de mi, era un metro y cuarto más pequeña que yo.
Cuatro enfermeras, el médico y un par de pacientes la rodeaban.
- ¡Aléjalos de mí! ¡No quiero, Mario, no quiero!
El médico sostenía una jeringa. Comprendí. Agnes estaba allí desde la mañana, estaba enferma aunque aún así lograba sacar fuerzas para defenderse en contra de una aguja.
- ¿Qué es? - pregunté.
- Dipirona. Aún no se deshidrata.
- Agnes, - le dije a la niña sin voltearme por completo - ¿Sabes que te vas a sentir mejor con eso, verdad? Lo necesitas.
- Pero me va a doler y ellos insisten.
Agnes era terca. Siempre lo había sido, desde que llegó. Desde la muerte de su padre, nada jamás volvería a salírsele de las manos. Calculaba todo perfectamente, pero era tan inocente como todos los demás niños de su edad. Era tan pequeña... Dije a las demás personas que volvieran a su trabajo, pero indiqué con gestos a Dan, el médico, que se quedara cerca.
- Pero ya te duele, Agnes. ¿Qué más da un poquito más de dolor para que después no te duela más? - le dije, esta vez enfrentándola a cara. Tuve que agacharme sobre mi rodilla para llegar a su altura. La sala estaba en paz de nuevo, los demás en sus camas, las enfermeras atendiendo las dos largas hileras de camas.
- Es que no quiero, Mario.
Se tocaba el vientre de nuevo, y sus ojos se llenaban de lágrimas al mismo tiempo que arrugaba la frente en señal de dolor. La niña vestía su bata de dormir, blanca con patrón de pequeñas flores rojas, la misma bata que las demás. Su corto cabello café claro estaba apagado y sin peinar.
- Ya está, entonces. No vamos a hacer nada, Agnes. No va a pasar nada.
Le venía una punzada al estómago, así que la tomé en mis brazos para sostenerla en el aire, levantándole un poco la bata al hacerlo.
La abracé mientras le decía que todo estaba bien. Recosté su cabeza en mi hombro, le repetía que no iba a pasar nada al oído, como si fuese una canción de cuna. Dejó los brazos pegadas a su pecho, estaba fría. Froté su espalda para que entrara en calor, subí un poco más su bata, bajé un poco los interiores. Subí las manos de nuevo. Toqué su nuca, acaricié su cabello. Bajé mi brazo hasta la mitad de su espalda, la atraje más hacia mí. Llamé a Dan de nuevo.
- Todo va a estar bien. - Dije por última vez, le sostuve fuerte la espalda con una mano y las piernas con la otra. Dan fue rápido, pasó el desinfectante, la aguja y el líquido en menos de tres segundos. Agnes apenas pudo moverse bajo la opresión de mis brazos, era demasiado pequeña y estaba cansada.
Sólo lanzó un grito contra mi cuello.
No hubo sangre. Le acomodé la ropa mientras Agnes lloraba contra mi bata blanca. La enredé en una sábana, y me doblé para acomodarla en su cama.
Antes de levantarme para ver sus ojos llenos de traición y dolor, me acerqué a su oído y, al igual que la canción de cuna improvisada, le susurré:
- Lamento haberte mentido.
No sería la última vez.
1 comentario:
Io sono Mario!...
Ya pues, linda historia. También me cagan las inyecciónes.
Que bueno que no me enfermo.
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