Hace unas horas descubrí un duende. Se esconde detrás del sillón mientras yo escribo en el teclado, fija sobre la pantalla. Se asoma de repente, agarra la luz de alrededor para rebotarla sobre él, brilla como hadilla y luego vuelve a su escondite.
No sé si estará jugando conmigo, si me pide algo. No sé si darle dulces, no tengo más que un trozo de alegría. ¿Comerán los duendes alegrías? No tengo, además, deseos qué pedirle. Los duendes no tratan con cosas del amor, ¿no es cierto? Ahora, los duendes ayudan a terminar el trabajo, pero no creo que el duende pueda (o quiera) ayudarme a comenzar correcciones. Así no funciona. A los duendes les gusta buscar cosas brillantes, y la pintura, y las cosas que se pueden trenzar.
No sé qué busque el duende. Me apena mucho no poderle servir. Los duendes son criaturas nobles, pero si se aburren yo no sé qué podrá hacer con nosotros. ¿Qué tal que empieza a escondernos las cosas? El teléfono, algún zapato, el colador de la cocina para la flor de jamaica hervida. Yo quisiera poder ponerle algo qué hacer. A lo mejor puede ir afuera a recojer los pétalos de las flores secas, o a dormir bajo el tallito del retoño de mango. Ojalá los duendes pudieran correr a los chanates del árbol de afuera, porque corren a los demás pajaritos y además no dejan dormir.
Yo creo que los duendes no deben estar tanto en la naturaleza. En cuanto llegue el gato, el duende está en peligro de que se vuelva juguete para cazar. Yo temo mucho por la salud del duende. Ya les dije que son muy nobles, y uno debe cuidarlos bien.
Uno siempre debe cuidar los reflejos que le cuidan desde una esquina de la casa. No se nos debe olvidar que las criaturas sobrenaturales son patrimonio y los estamos matando fingiendo que no existen. Cuando ya no tengamos duendes, ni hadas, ni ánimas, ni nada, no vamos a poder detener nuestros trabajos de corrección para poder darles vida a las criaturas en cuentos como éste o cualquier otro; nos vamos a quedar sin cuentos ni fantasía, y nos vamos a morir de puro aburrimiento.
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